Vivir con malaria

Por Valentina Oropeza

Fotografías Roberto Mata

Los escalofríos anuncian la fiebre. Después vienen los sudores. La fiebre se repite cada día a la misma hora. Es el paludismo. Los niños faltan a la escuela y los adultos no van a trabajar. Sentados en la sala de espera, los pacientes conversan sobre la enfermedad. Unos se purgan con hierbas, otros toman azufre, cloro o creolina. “Lo más peligroso es el paludismo negro”. Cuando la orina sale oscura al mezclarse con sangre. “¿Dónde escuchó eso?”, preguntan las bioanalistas y las auxiliares de laboratorio. “En el monte”, responde la mayoría. Además de diagnosticar y tratar, el personal sanitario desmiente mitos populares. Siete pacientes y dos trabajadoras del Centro para Estudios de Malaria, en la Ciudad Universitaria de Caracas, cuentan cómo lidian con una infección que afecta a más de 200 millones de personas cada año en el mundo.

Llevo una semana sin ir al colegio

“Me enfermé allá en el río. Cuando llegábamos, me bañaba y salía a secarme. Había de todo, hasta unos mosquitos grandes, azules. Empecé a sentir fiebre, dolor de cabeza, dolor de estómago, de espalda y escalofríos. Llevo una semana sin ir al colegio, me perdí las clases de suma, resta y propiedad conmutativa. Como un poquitico de lo que me dan pero después no quiero más. Antes no era así. Le tengo un poco de miedo a la malaria porque el dolor de cabeza y los escalofríos duran casi todo el día”.

Yeiberth Eduardo Castillo Álvarez. 7 años

Lugar de contagio: Barinas